Hablar hoy de fútbol, en
Asturias, es llorar. Y no están solos en su desgracia el Real Oviedo o el Real
Sporting de Gijón, los dos clubes más representativos del Principado, con su
particular vía crucis a cuestas. Está también el Real Avilés, que entró en
barrena hace ya unos cuantos años y parece incapaz de levantar cabeza. El Real
Avilés abrió de par en par la puerta a la decadencia cuando se abandonó el
estadio Román Suárez Puerta, para pasar al Muro de Zaro. Hasta entonces, los
aficionados avilesinos acudían al Suárez Puerta caminando tranquilamente desde
sus casas, con el cigarro puro en los labios, humeando al viento, tras haber
saboreado el almuerzo dominguero y el café con la copa en la cafetería o el bar
de siempre, de charla con los amigos o los conocidos. El Muro de Zaro ya era
otra cosa y, además, quedaba lejos, era preciso echar mano del coche, o del
autobús, que una caminata de varios kilómetros y probablemente lloviendo, como
postre del domingo, no predispone el ánimo para la contemplación de un partido
de fútbol, por muy aficionado que uno sea.
Era todo muy distinto en los
años cuarenta del siglo pasado, cuando el Avilés -entonces un club
aristocrático, Real Stadium de Avilés- jugaba sus encuentros futboleros en el
campo de Las Arobias, aquel pequeño terreno de juego que yo conocí de niño, en
la tibia vecindad de la hermosa y transparente ría avilesina y del río Raíces.
Al campo de Las Arobias los aficionados llegaban en el tranvía eléctrico,
después de recorrer el trayecto que iba desde Villalegre -pasando por la Texera,
Rivero, el Parche, el parque del Muelle y la carretera del Torno- hasta la misma
entrada del terreno de juego, rodeado por una empalizada bordeada de pinos y de
eucaliptos. Algunos aficionados -más bien pocos- acudían a Las Arobias en sus
propios automóviles, y también los había que utilizaban los taxis de Donato, de
Manolín, de Panizo, de los Vallina o del Tellerín. Los chavales íbamos
corriendo, paralelos al tranvía, para colarnos al campo después, aprovechando
que entre la arena del suelo y la empalizada quedaban pequeños espacios libres
suficientes para nuestro propósito.
Pero eso de Las Arobias es otra
historia, porque entonces no existía el fútbol profesional que vino después -y
si algo había, era muy rudimentario-, de modo que los futbolistas jugaban por
pura afición, no por dinero. Los jugadores sudaban la camiseta, reían con los
triunfos y lloraban con las derrotas, porque detrás de cada partido era su
pueblo, su terruño -hasta su padre y su madre- el que ganaba o el que caía
derrotado. Ahora, en cambio, cada jugador es como una sombra, viene del
anonimato y su permanencia en uno u otro equipo tiene mucho de provisional, no
hay apego a nadie ni a nada que no sea el dinero, de modo que hoy estará aquí,
en este club, y tal vez mañana lo esté en el que hoy es su contrario. Tiene
dicho Vicente Verdú -y creo que con razón- que el fútbol de antes era sagrado,
agropecuario y preindustrial, para pasar después, en la fase de su
transformación, a ser profano, urbano y posindustrial.
Y es que con el paso de los
años las cosas fueron cambiando, hasta llegar, no hace mucho, a la regulación
del deporte profesionalizado, con la conversión de los clubes en sociedades
anónimas deportivas. De manera que estas nuevas sociedades se han visto
obligadas a formular sus cuentas con mayor rigurosidad y a ejercer un control
permanente y efectivo sobre sus patrimonios y sus economías -al menos, en
teoría-, cuando antes valía cualquier cosa, aunque fuera -que muchas veces lo
era- una auténtica chapuza. Y si los actuales consejeros y directivos no cumplen
el mandato legal, incurrirán en responsabilidad personal, como sucede en
cualesquiera sociedad civil o mercantil, sea cual fuere la rama en la que éstas
desarrollen su actividad.
Dicha conversión formal en el
ámbito jurídico-económico de las entidades futboleras significó -eso sí- la
desaparición de la entrañable figura del aficionado a la antigua, aquel
aficionado que pagaba religiosamente su cuota de asociado, que era capaz de
seguir a su equipo en algunos de sus desplazamientos y que acudía al campo de
fútbol de su ciudad o su pueblo, sin faltar jamás a la cita, cuando tocaba jugar
en casa. También originó la extinción de los antiguos directivos, aquellas
personas que tanto se esforzaban por «su» club, invirtiendo en él, a veces,
considerables sumas de dinero, casi siempre a fondo perdido, o bien dedicándole
buena parte de su tiempo. Y surgieron nuevas figuras -muy distintas del
directivo de antes- para incorporarse al ámbito de la administración y
representación de las entidades deportivas, algunos con auténtica buena fe, y
con la intención de ser útiles al club de sus colores de siempre; pero también
aparecieron otros cuyo único propósito ha sido, es y será el de servirse de ese
mismo club para sus negocietes y sus asuntos particulares, como lo evidencian
los escándalos económicos en los que aparecen mezclados numerosos clubes y no
pocos dirigentes, con deudas supermillonarias y un catálogo completo de asuntos
turbios.
Cómo nos han ido las cosas del
fútbol por Asturias está bien claro, bien a la vista. El Real Oviedo, dando
tumbos por la Segunda División B, después de tantos años de estar en Primera, y
con un futuro muy problemático; el Real Sporting de Gijón, algo mejor en el
plano deportivo, puesto que está en Segunda División, pero sin que se sepa cómo
se va a resolver su complicada situación económica; en cuanto al Real Avilés,
qué les voy a decir que ustedes no sepan: lleva años arrastrándose tristemente
por la Tercera División, pudiendo ser vapuleado por cualquier equipo regional
que hace años no se hubiera atrevido a medirse con él. O sea, de pena.
Escrito por Jose Ramón Cueva
Fuente de información: lne ( La
Nueva España )