Atractivo, el testamento del
Papa, sin impostación alguna, ligero, práctico, dubitativo a veces, bordeando lo
naïf. ¿Qué relación puede haber entre esa levedad y el entierro, monumental,
apabullante, magnífico? Ninguna, desde luego, y siendo esto así, ¿con qué Juan
Pablo II se quedará la Iglesia, con el redactor humilde y vacilante del
testamento o con la efigie yacente en el centro de un plató, como un pantocrátor
rodeado de luz, poder y multitudes?
Si la herencia de Juan Pablo II
fuera una Iglesia triunfante e imponente, ensoberbecida, alejada de toda
humildad, esa herencia sería una losa -plomo en las alas- sobre el sentido
último de toda religión, que es el vuelo del espíritu. Ojalá los cardenales, en
su encierro, además de ser abanicados por el aleteo de la paloma, recuerden la
fábula central de nuestra cultura: lo que al final pierde al héroe es el exceso,
la desmesura, la hybris.
Por Pedro de Silva , lne